En esta era donde los medios y la tecnología digital abarcan todas las facetas de la vida, la identidad se fusiona con los perfiles a los que a diario accedemos, estaría bien decir que la identidad se construye con los medios. Los perfiles que hemos creado nos han puesto en la condición de usuarios.
¿Cuántos perfiles tenemos? Seguramente contando todas las redes y plataformas que usamos a diario, sean más de 2, muchos más. Son a la vez herramienta, que nos permiten acceder a toda una variedad de contenidos y servicios, pero también configura en sí mismos nuevos modos de vivir. Desde los perfiles de Tinder, en donde el perfil literalmente es una oferta que se acepta o se rechaza y se debe decidir precisamente las fotos y textos que se pongan. Hasta los perfiles en una plataforma de streaming donde con pocas opciones a configurar como el ícono que se elija o el nombre se propone a crear un usuario.
Ya no basta con tener un perfil de identificación en papel como la cédula de ciudadanía o el carné, que no han de estar rondando en la red. Sino que los perfiles de una red social, por ejemplo, son la carta de presentación que tenemos en el mundo, a menudo es muy fácil encontrar a una persona por su perfil y saber un poco más (sino mucho más) con quién se va a tratar. El no tener perfil también habla, en medio de todas las construcciones informáticas que hemos adquirido. Es desconfiable que una persona se rehúse a crear un perfil de alguna red social, quizá solo sea alguien que no le interese mostrar su vida en la web, o quizá el no tener perfil sí hable de una categoría de persona que probablemente tenga unas intenciones “oscuras”, pero esto ya es divagar mucho y no estudio la psicología para hablar de ello. El punto importante aquí es que los perfiles están en la vida diaria y es como si cada día que pasa se hicieran más obligatorios.
Hay cierta libertad a la hora de crear y administrar una cuenta en alguna red social, donde se comparte, se sube, se comenta contenido sin limitaciones. Las modificaciones que se puedan realizar en torno a la personalización de los perfiles van desde cambiar la foto hasta configurar la forma en que se visualiza y accede al contenido (en algunos casos). Aunque la frecuencia con que se sube contenido y la frecuencia con la que se cambia el aspecto de todo el perfil parecen datos insignificantes, sí están hablando de lo que somos. Y es que en verdad estas pequeñas decisiones y configuraciones más allá de revelar cierto interés por algún aspecto de estilo, están hablando de un comportamiento que cada persona refleja en el uso de sus perfiles. Un comportamiento que bien se podría interpretar en una forma que la identidad abarca. Así pues, se levantan nuevos prototipos, nuevos parámetros, que han de identificar la personas en su forma de ser. ¿Cuántas fotos del rostro en el contenido que subas te hace superficial? o ¿cuántas son necesarias para que el perfil sea creíble? ¿para no parecer raro? Y así la infinidad de preguntas triviales que levantan sospechas o confirman la identidad que se quiere reflejar.
La identidad que construimos con nuestros perfiles es un reflejo de nosotros, una proyección, que nos permiten interactuar entre otras proyecciones, también nos permiten acceder a todo un conjunto de servicios que por lo general no se salen del mundo virtual. Entonces, si se plantea de esta manera, no sería necesario estar realmente viviendo las cosas (incluso viviendo) para construir toda una ficción por medio del perfil.


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18. Uno de los motivos constantemente presentes en el net.art(en general: en el universo web) es este carácter reconstruido e inesencial de la identidad. En su espacio, este dacay del ser sujeto se ha traducido de modo crítico e incontestable al propio ámbito del autor -hasta tal punto que podríamos seguramente hablar de la primera realización de un arte "no de autor", por completo ajeno a las viejas y nunca desmanteladas "estéticas de genio".

José Luis Brea

20. La red no es un espacio de archivo: es de actuación. En el horizonte de la www no se verifica una archivación de lectura, no tiene sentido en ella producir para la memoria y el rescate (entre otras cosas, por eso resulta tan desoladora cualquier tarea historizadora en su ámbito), sino para la intercomunicación, la intertextualidad, los efectos de proceso y comunicatividad. En ella no importa el registro, la memoria de recuerdo, lo que "ha sido", sino la capacidad de proceso y comunicación, la potencia de interconectar datos.

José Luis Brea